Llovía a cántaros, mi campera no era tan impermeable como creía y mi corazón tampoco, porque hacía agua por todos lados. Llevaba días queriendo llorar sin lograrlo, no tenía tiempo. El trabajo, el estudio, las pesadillas.
Corría de acá para allá huyendo, como venía haciendo toda la vida, de los problemas y las alegrías, pero los problemas corrían más rápido.
Ese día me habían echado de mi trabajo, no tenía plata para el boleto y no tenía a quién llamar, decidí salir caminando a casa, aunque ya no sabía bien dónde quedaba. Dos cuadras duró la paz y la calma y mi suerte, el cielo me leyó la mente y liberó la lluvia más fuerte que podía. Gotas gigantes golpeaban mi nuca e inundaban mi mochila que solo cargaba recuerdos, igual que mi cabeza.
La enorme torre de Antel estaba a mi costado, no tapaba la tormenta pero le daba un encanto al paisaje, fantaseaba con que el fuerte viento la derrumbara y uniera de hierro, hormigón y vidrio la calle Paraguay y el Río. No pasó, pero sí pasé yo. Seguía mi recorrido entre fabricas y charcos inmensos, autos asustados a gran velocidad y la esperanza de llegar y darme una ducha que limpiara mi desgracia.
La rambla de Bella Vista, los barcos encallados y el faro del Cerro a lo lejos. Mis pasos perdidos por los ruidos estridentes de los truenos y la distancia que parecía no acortarse, al contrario, parecía perdido. Hasta ver, después de caminar tanto la refinería de Ancap donde un camión no tuvo mejor idea que soltarme un viento tan fuerte que me dejó en la cuneta, nada podía salir peor, nada salía.
No estaba lejos, ya podía oler la pizza fría que espera paciente en mi horno.
Por mi cabeza solo rondaban dos cosas; las ganas de abrazar a mi perro cuando llegue y una pregunta: ¿Voy a poder salir de ésta?
Al final llegué y la bienvenida fue ese abrazo, esos ladridos y su inocencia de no saber qué me pasaba. Pero la pregunta seguía ahí, la tormenta tenía que pasar.
Corría de acá para allá huyendo, como venía haciendo toda la vida, de los problemas y las alegrías, pero los problemas corrían más rápido.
Ese día me habían echado de mi trabajo, no tenía plata para el boleto y no tenía a quién llamar, decidí salir caminando a casa, aunque ya no sabía bien dónde quedaba. Dos cuadras duró la paz y la calma y mi suerte, el cielo me leyó la mente y liberó la lluvia más fuerte que podía. Gotas gigantes golpeaban mi nuca e inundaban mi mochila que solo cargaba recuerdos, igual que mi cabeza.
La enorme torre de Antel estaba a mi costado, no tapaba la tormenta pero le daba un encanto al paisaje, fantaseaba con que el fuerte viento la derrumbara y uniera de hierro, hormigón y vidrio la calle Paraguay y el Río. No pasó, pero sí pasé yo. Seguía mi recorrido entre fabricas y charcos inmensos, autos asustados a gran velocidad y la esperanza de llegar y darme una ducha que limpiara mi desgracia.
La rambla de Bella Vista, los barcos encallados y el faro del Cerro a lo lejos. Mis pasos perdidos por los ruidos estridentes de los truenos y la distancia que parecía no acortarse, al contrario, parecía perdido. Hasta ver, después de caminar tanto la refinería de Ancap donde un camión no tuvo mejor idea que soltarme un viento tan fuerte que me dejó en la cuneta, nada podía salir peor, nada salía.
No estaba lejos, ya podía oler la pizza fría que espera paciente en mi horno.
Por mi cabeza solo rondaban dos cosas; las ganas de abrazar a mi perro cuando llegue y una pregunta: ¿Voy a poder salir de ésta?
Al final llegué y la bienvenida fue ese abrazo, esos ladridos y su inocencia de no saber qué me pasaba. Pero la pregunta seguía ahí, la tormenta tenía que pasar.