10 de septiembre de 2019

Nombres en paredes

Cuando tenía 3 años, mi madre me mostraba las letras, una al lado de la otra en un cartón viejo con una fotocopia pegada que traía consigo desde que estaba en la escuela. Estaban en manuscrita, mayúsculas y minúsculas adentro de cuadrados casi borrados. Yo las veía, mi madre las decía y yo las repetía como podía. Me animé a escribirlas de a una, sueltas, con alguna lapicera que hubiera por ahí, de esas que quedaban al lado del contestador automático. Me parece ver el teléfono y el contestador en una mesa chiquita, fina y alta al lado del ventanal que daba al balcón lleno de plantas, que daba a la calle Cuaró. Me parece recordar que en algún momento escribí “S e B A” sentado en la mesa del living con mi hermana, me imagino que mamá lloró, pero no lo sé. 
No debe haber pasado mucho tiempo hasta me viera escribir y escribir; escribir nombres en paredes, frases en papeles y letras en árboles. Lo debo haber hecho mucho, porque sí recuerdo a mi madre discutir con la directora de la escuela y, ponerse firme para que me dejaran entrar a primero, aunque yo cumpliera los 6 a mitad de año y que las normas indicaran que tenía que entrar a jardinera. Ahora veo su cara en mi recuerdo y entiendo muchas cosas, su orgullo, su fortaleza, su cariño.
Mi madre no sabe leer, mi madre nos repetía las letras que sabía y nos decía simplemente “Ahora hacé esta otra” cuando ella no sabía cuál era, yo puedo decir que mi madre me enseño a leer como podía, sin siquiera saber. Yo a los 5 años no lo vi, fue hasta que crecí un poco y empecé a leerle, que entendí su cara cuando yo leía los cuentos que nos mostraban en la escuela, mis deberes, las notas que dejaba mi padre, las recetas de mis médicos y de los suyos y, más acá en el tiempo las películas en inglés. Cuando encontrábamos una película subtitulada en el cable, la veíamos juntos y yo leía todos los diálogos o decía cosas como “Le dijo que está re quemado”. 
No me voy a olvidar nunca, cuando salí por primera vez al cine con Andrea y sin querer empecé a leer, su cara, mi cara y la costumbre, me odió durante el resto de la película. Hasta que la película terminó, salimos y le expliqué. 
Pasaron más de 20 años desde que entré a la escuela, ya no vivo con mi madre, ya no leo en voz alta las películas que miro mientras ceno, ya no me acompaña al médico, ella ahora vive lejos y viene a verme cada 15 o 20 días. Pero le leo todavía, me grabo todos mis cuentos, todos mis textos y mis notas, le hablo mucho rato de las películas que veo y ella me cuenta cómo está o me pregunta qué números salieron a la Tómbola. 
No sé si de verdad me gusta tanto leer mis cuentos, lo que sí me gusta es hacer que ella me pueda leer sin leerme. Y no hay nada que me llene más que ese audio de después en que me dice que me ama. 

6 de septiembre de 2019

Ensayo y error

El amor es un poco ensayo y error. Rara vez ese amor de la escuela se queda para siempre en nuestra vida; por lo general se pierde en el tiempo y en la memoria. 
Mi primer amor de la escuela por ejemplo, no sé bien si se llamaba Victoria o Valeria, recuerdo no más que era morocha, de mi misma altura, divertida y que tenía bigote, de ese bigote infantil y de pelo negro fino, cosa que no me importó nunca.

Valeria o Victoria llegó a ser mi novia una vez incluso, en segundo de escuela, después de por lo menos un año y medio, amándola a escondidas como aman los niños, escribiendo su nombre en mi cuaderno, queriendo estar en los grupos con ella y hablándole a mi madre de ella todo el tiempo:
“No sabés lo que hizo Victoria (o Valeria) hoy”

Nos pusimos de novios una tarde, íbamos de tarde a la escuela, a la mañana ni sabría quién era yo. Estábamos jugando a las escondidas en el mismo salón y no recuerdo cómo pero nos escondimos juntos abajo de una mesa, supongo que habré sido yo siguiéndola para todos lados. Pero así, escondidos, nos dimos un beso. Yo no tengo más recuerdos de ese año, ninguno, así que no sé por qué no nos volvimos a besar, ni por qué al siguiente año, cuando me tuve que cambiar de escuela porque nos mudábamos con mi familia, no le pedí el teléfono de su casa, si yo seguía enamorado de ella.
Lo cierto es que eso no pasó, no la volví a ver.

Cuando apareció Facebook, todos buscábamos a nuestros compañeros de escuela, yo lo primero que hice fue eso, poner en el buscador: Valeria, no había nada, obvio, con tan pocos datos era de esperarse. Después puse Victoria y la historia fue la misma, aunque recuerdo que igual agregué a alguna. Con una de ellas, sí, de esas que agregué al tiempo empecé a hablar, Victoria.

Ya era la tercer Victoria en mi vida, en mis cortos 16 años. Porque a los 12 me había enamorado de otra, esa sí que nunca me dio bola y fue la novia de un amigo tanto tiempo, que yo dejé de amarla.

La última Victoria, la de Facebook, también fue un fracaso, Hablamos muchísimo tiempo, nos vimos nos besamos y nos olvidamos, pero el día en que nos vimos por última vez (sin saber que era la última) conocí a Maite.

El amor es ensayo y error, no vamos por la vida esperando amor eterno, vamos por la vida simplemente, buscando amor.
Maite tampoco fue la última, ni lo fueron las siguientes, Pero a todas le juré amor eterno del más sincero sentado en cualquier bar.
Odiaría mi vida más de lo que la odio si no fuera capaz de entregarme por completo, en ese momento sí que habría ganado el miedo.

3 de septiembre de 2019

Construir castillos.

Hace muchos años, el papá de uno de mis amigos, mientras dábamos una vuelta a su casa, fumábamos un cigarro y me mostraba como iban quedando los cuartos del fondo, esos que yo mismo en mi torpeza había ayudado a construir, me dijo, casi llorando:
-Yo hago todo ésto por ellos, pero sé que un día se van a ir todos. Y la verdad tengo miedo de que cuando no estén, me quede grande y me sienta solo.

Hasta el día de hoy retumban sus palabras en mi mente. Ese hombre fuerte, tosco, que había sido también para mí como un padre, porque pasaba mis tardes en su casa y entre risas me invitaba a comer a la misma vez que se quejaba porque siempre comía ahí, ahora, me veía como un hombre, me tenía confianza y me quería lo suficiente para mostrarse débil, quizá más que lo que lo habrán visto sus hijos alguna vez, no lo sé. Pero desde ese día retumban sus palabras en mi mente, y ganó más que nunca mi admiración.
Como un pequeño hombre que era y sigo siendo, pienso, pensé y seguiré pensando, en esas palabras; me imagino siendo padre algún día, pienso en mi propio padre que no sabe levantar un muro pero construyó castillos.

Hoy volví a ver una foto que mi padre me mandó

por mail, era de él a sus 18 años y me veo en sus ojos y en el remolino del pelo. ¿Mi padre tuvo miedo al futuro cuando mi madre me tuvo y él me sostuvo en brazos, como yo le tengo miedo al futuro? ¿Ese adolescente de 18 que ahora veo en mi celular habrá pensado alguna vez que le iba a llegar un mensaje 40 años después diciendo que lo quiero?


Tengo miedo al futuro, pero más le temo a la soledad y que a mi vida le pase lo que temía el padre de mi amigo, me quede grande, quedar solo en el living pensando en el pasado; por eso, en mis muchos fracasos y en mis pocos aciertos, pienso en esa frase dicha casi sin querer


«Yo hago todo ésto por ellos»

Aunque esté mal sintonizada.

Con mi padre nos juntamos a tomar mate en el fondo de su casa muy de vez en cuando y cuando lo hacemos cada uno ve su celular, no somos de charlas extensas, quedamos callados mientras suena alguna AM en la radio chiquita. De vez en cuando alguno rompe la quietud y le muestra un twit al otro o le pregunta por alguna cosa que haya quedado en el tintero.

¿Cómo te fue al final con X?
¿Pudiste terminar Y?
¿Qué te dijo Z?
Por lo general es solo hacernos compañía. Seguirnos una charla que no existe, pero que fluye en el aire. Los dos podemos soltar cualquier frase y el otro seguirla aunque no tenga sentido, ni contexto. La verdad que ni siquiera el mate importa, si no cebo no importa, si la radio está mal sintonizada no importa.

Por lo general no pasa más que eso que les cuento. Un bizcocho, un mate, una puesta a punto.

Hasta el momento en que me voy y el me manda un mensaje, o soy yo el que lo manda. Pero siempre dice “Te quiero"

Mi viejo nunca fue un padre normal, ni como el de mis amigos, y agradezco a eso que soy lo que soy. De verdad nada importa mucho, solo que nos sigamos juntando, que el me cuente sus proyectos, que yo le cebe un mate y que a pesar del tiempo, siempre estemos juntos.