Un día dejaste de abrazar y supiste que ese viejo amor ya no iba a llamar.
Con el tiempo te hiciste sombra.
Sé que hay días en que creíste que eras vos la sombra, que eras vos el que estaba encerrado en dos dimensiones contra el piso y era otro que dominaba tu vida. Eras la sombra de alguien más y desde el suelo, mudo, todo era especialmente horrible.
Cuando estás en el piso se sienten las suelas de la gente, se ve la mugre cerca de la cara, el moho de las paredes recorrer tu pecho, el barro de las cunetas en tus manos. Sentís como tu forma pierde fuerza y se estira a cada paso, vuelve al lugar y es cenicero cuando frena en una esquina a hacer tiempo, pensando en vaya uno a saber qué. Te ves a vos mismo, sombra, al mediodía desaparecer a los pies de ese dueño impasible.
Y bajo un árbol te rompes en mil partes, sin saber dónde empezás a ser y dónde termina tu cuerpo. Entre rayos de luz que las hojas dejan pasar, te asomas y por un momento sos parte de todo, te acariciaron las pelusas de la primavera que sentiste volar cuando las patearon lejos.
Ves como niños juegan con sus sombras, las corren, las ven alejarse cuando saltan y parece que pelean, mientras vos vas de un lado al otro, día tras día y desapareciendo junto con la luz del velador cada noche.
Pero una mañana prendieron la luz y la sombra no era inmensa, pero seguía ahí. Un día abriste los ojos y fue la sombra lo primero que viste y no eras vos. Todavía te quedaba esperanza en el tiempo y con orgullo y coraje saltaste de la cama la pisaste, antes de enfrentarte al mundo y tu sombra igual estaba ahí, porque es parte de vos. Esa sombra fue grande al anochecer volvió a medir muchos metros cuando dejabas atrás la luz de la esquina mientras caminabas en la noche de vuelta a tu casa. Le tuviste miedo muchas veces cuando la veías distraído. Pero aprendiste a caminar con pasos largos, viendo como todo va y viene, inclusive la luz y las sombras.