Ningún hueso aguanta la vida, si vivimos cayendo y huyendo. Ningún cerebro aguanta tanta tristeza, ni nuestros ojos quieren volver a llorar, una y otra vez, como en un patíbulo.
Son nuestros pies agrietados pidiendo clemencia lo que
escuchamos al volver, después de tanto caminar. Y el dolor que siento son mis
dedos cansados de escribirte que todo puede cambiar y que yo puedo cambiar.
Mis oídos sangran a la noche, cuando todo se hace silencio,
porque también le temen a la soledad, y en el día no encuentran melodías que no
le recuerden los momentos de alegría.
¿Cuánto tiempo va a pasar hasta que te vuelva
a tener en mis brazos?
Ya mi espalda no sostiene el peso de la mañana, y al mediodía
cruje pidiendo volver a la cama, donde el frío parece desaparecer por un
instante, cuando entre las frazadas me parece sentir un abrazo que ya no está.
Y a la tarde, cuando el sol empieza a irse, todo vuelve un
poco a la normalidad, se va el calor, se va la luz y también la juventud. Todo
se apaga muy de a poco, como dando tiempo a despedirse. Es en ese instante,
cuando suena el celular y es tu voz, que hace que el sol vuelva a salir.