Sin destino se ocultaba el sol tras las olas, muy a lo lejos, dejando solo al horizonte, cubierto por la tormenta.
La lluvia llegaba de a poco
al barrio, persiguiendo a esos dos jóvenes que reían y desafiaban al cielo a
arruinar la belleza del momento con una, dos o mil gotas insípidas. Pero sí que lo
intentó. La lluvia era cada vez más fuerte; la noche se hacía cada vez más oscura sin
luna ni estrellas, las olas eran más altas y parecían empujar esos autos arriesgados
que aceleraban rumbo al Este. Golpeando contra el suelo con un sonido ensordecedor.
Los instantes de luz no sé si eran los rayos o los besos.
Ojalá hubiéramos
sabido que eran nuestros últimos besos. Quizá si hubiéramos podido vernos a los ojos
y agradecido el tiempo y las caricias, hoy todo sería distinto.
Ojalá hubiéramos
podido parar el tiempo esa tarde. Dejar cada gota en su lugar antes de caer. Cada ola a punto de romper en el piso.
Es igual a esa vez
que saliste del bar que amabas, sin saber que lo iban a cerrar y que nunca lo volverías a pisar. La vida pasa. Y esa noche de lluvia se fue.
Recuerdo como si
fuera hoy y creo seriamente que fue ayer, que dejé de hablarte porque sabía
que me hundía. Tenía tanto miedo, vivía con el miedo de arruinar tu vida, como yo
arruinaba la mía. Y no supe nunca decirlo sin herirte.
Hasta que solté tu mano antes de tomar el 17 de vuelta a casa y nunca más supe de
vos, excepto que mi madre te saludó en navidad.
Y yo, cada tarde de lluvia pienso como desearía que hubiéramos sabido que eran los últimos besos.