25 de febrero de 2020

Omar Armó Roma

Solo él caminaba a esa hora de la noche. Eran él, su pasado, y su futuro, sin saber a dónde ir.
Estaba solo, con su cigarro en la mano y sin saber nada, solo pensaba. Su caminar no existía, era automático, inconsciente, invisible, parecía no moverse. Se movía al ritmo de sus pensamientos.
Pensó en su mujer, en sus hijos, en esa vieja novia, cuyo nombre ya no recuerda por culpa del paso del tiempo. Pero un su mente le parecía ver a los ojos, unos ojos azules, que el amor le hacia ver mas hermosos aún de lo que eran, su boca; el contorno de los labios. No sabía por qué de pronto recordó su nombre y, nunca supo por qué comenzó a pensar en ella. Habían pasado 19 años de la última vez que la vio, de la última vez que supo que por lo menos vivía. Tampoco recuerda por qué la dejo de ver, para él el tiempo no paso, fue solo un parpadeo.
Siguió caminando, o al menos moviéndose, ya había avanzado bastante pero no se detenía, perecía no tener un verdadero destino. Y así con la falta de realidad que creía tener, siguió. No le importaba nada y a nadie le importaba él.
Omar no paró, un paso tras otro, comprometido, compenetrado; comunicado con todo y con nada. Caminando solo y ya sin pensar, hasta que algo cambió y de golpe, en un solo movimiento se detuvo. Observo a su alrededor, sin mirar nada en especial. Pero algo parecía llamarle le atención del lugar, dio solo 2 pasos al frente. Parándose frente a una casa, muy vieja y deteriorada, con una puerta grande de madera y con todas las ventanas tapiadas y las paredes sin pintura. Dejando de lado la fealdad de la casa, su mente no se desprendía de ella. Parecía hipnotizado.
Muy de a poco, se acerco cada vez más a la casa. Tomó el pestillo y lo giró, sin creer que podría abrir la puerta. Pero al contrario, la puerta se abrió y pudo entrar.
Así también bruscamente la puerta se cerró detrás de él, se encontró con un lugar sucio, con papeles en el piso, papeles con letras sin sentido, con partes de poemas y cuentos que no existen, con dibujos y mapas. Miro a su alrededor sin encontrar a nadie, pero sentía que el lugar le pertenecía.

Se sentó en el piso, se recostó contra una pared como si su cuerpo no le respondiera. Mientras las ideas no paraban de surgir, pensaba en cosas que no recordaba. Tenía recuerdos que parecían robados de otra vida.
Con una suave brisa, más fuerte que un tornado se cerró una ventana del fondo y con ella, también se cerraron sus ojos.
Cuando despertó llovía, en el lugar solo se escuchaban los truenos, se escuchaban los truenos y sus pensamientos que parecían salir de su cabeza y tumbarse contra la pared.
Sentía que alguien lo buscaba. Podría ser su familia, ya que ni el recordaba cuándo, a qué hora, o de dónde había salido. Podrían ser sus padres de los que ya no se acordaba. Podría ser el mundo que ya no recuerda su nacimiento. Y eso tampoco tampoco le importó.
Encontró un velador, que parecía estar allí para que lo vieron. Prendió un cigarro y con el mismo fósforo, encendió el velador; que era signo de la luz que no había, ni en la habitación ni en su mente.
El humo salia de su boca como palabras, esas palabras que no podía decir…

13 de febrero de 2020

La vieja atorranta. (Gabriel Rolón)


(...)
Pero no es ésa la historia que quiero contarles, sino otra, ocurrida en otro geriátrico.
Muchos de ustedes trabajarán o habrán trabajado en alguna institución y sabrán que lo que tiene que hacer todo el que trabaja en un establecimiento al ingresar es ir a la cocina, porque la cocinera es la que está al tanto de todo lo que pasa. Más que los médicos, incluso.
Llegué, entonces, una mañana, me dirigí a la cocina y, como era habitual, le pregunté a la cocinera.
-¿Y Betty, alguna novedad?
-Sí, doctor -me llamó así aunque soy licenciado-. ¿Ya vio a la vieja atorranta?
-No -le dije asombrado-. ¿Entro una abuela nueva?
-Sí, una viejita picarona.
Me quedé tomando unos mates con ella y no volví a tocar el tema hasta que entró la enfermera y me dijo:
-Gaby, ¿ya viste a la atorranta?
-No -le respondí.

-Tenés que verla. Se llama Ana.

Lo primero que me llamó la atención fue que utilizara, para referirse a ella, el mismo término que había usado la cocinera: atorranta. Pero lo cierto es que habían conseguido despertar mi interés por conocerla. De modo que hice mi recorrida habitual por el geriátrico y dejé para el final la visita a la habitación en la que estaba Ana.
En esa hora yo me había estado preguntando de dónde vendría el mote de vieja atorranta. Supuse que, seguramente, debía ser una mujer que cuando joven habría trabajado en un cabaret, o que tendría alguna historia picaresca. Pero no era así
Cuando entré en su habitación me encontré con una abuela que estaba muy deprimida y que casi no podía hablar a causa de la tristeza. Su imagen no podía estar más lejos de la de una vieja atorranta. Me acerqué a ella, me presenté y le pregunté:
-Abuela, ¿qué le pasa?
Pero ella no quiso hablar demasiado; apenas si me respondió algunas preguntas por una cuestión de educación. Pero un analista sabe que esto puede ser así, que a veces es necesario tiempo para establecer el vínculo que el paciente necesita para poder hablar. Y me dispuse a darle ese tiempo. De modo que la visitaba cada vez que iba y me quedaba en silencio a su lado. A veces le canturreaba algún tango. Y, allá como a la séptima y octava de mis visitas la abuela habló:
-Doctor, yo le voy a contar mi historia.
Y me contó que ella se había casado, como se acostumbraba en su época, siendo muy jovencita, a los 16 años con un hombre que le llevaba cinco.
Yo la escuchaba con profunda atención.
-¿Sabe? -me miró como avisándome que iba a hacerme una confesión-, yo me casé con el único hombre que quise en mi vida, con el único hombre que deseé en mi vida, con el único hombre al que amo y con el que quiero estar.
Me constó que su esposo estaba vivo, que ella tenía ochenta y seis años y él noventa y uno y que, como estaban muy grandes, a la familia le pareció que era un riesgo que estuvieran solos y entonces decidieron internarlos en un geriátrico. Pero, como no encontraron cupo en un hogar mixto, la internaron a ella en el que yo trabajaba, y a él en otro. Ella en provincia y él en Capital.
Es decir que, después de setenta años de estar juntos los habían separado. Lo que no habían podido hacer ni los celos, ni la infidelidad, ni la violencia, lo había hecho la familia.
Y ese viejito, con sus noventa y un años, todos los días se hacía llevar por un pariente, un amigo o un remisse en el horario de visita, para ver a su mujer.
Yo los veía agarraditos de la mano, en la sala de estar o en el jardín, mientras él le acariciaba la cabeza y la miraba. Y cuando se tenían que separar, la escena era desgarradora.

¿Y de dónde venía el apodo de vieja atorranta? Venía del hecho de que, como el esposo iba todos los días a verla, ella le había pedido permiso a las autoridades del geriátrico para ver si, al menos una o dos veces por semana los dejaban dormir la siesta juntos. Y, entonces, ellos dijeron:
-Ah, bueno... mirá vos la vieja atorranta.
Cuando la abuela me contó esto, estaba muy angustiada y un poco avergonzada. Pero lo que más me conmovió fue cuando me dijo, agachando la cabeza:
-Doctor, ¿qué vamos a hacer de malo a esta edad? Yo lo único que quiero es volver a poner la cabeza en hombro de mi viejito y que me acaricie el pelo y la espalda, como lo hizo siempre. ¿Qué miedo tienen? Si ya no podemos hacer nada de malo.
Conteniendo la emoción, le apreté la mano y le pedí que me mirara. Y entonces le dije:
- Ana, lo que usted quiere es hacer el amor con su esposo. Y no me venga con eso de que ¿qué van a hacer de malo? Porque es maravilloso que usted, setenta años después, siga teniendo las mismas ganas de besar a ese hombre, de tocarlo, de acostarse con él y que también la desee a usted de esa manera. Y esas caricias, y su cara sobre la piel de sus hombros, es el modo que encontraron de seguir haciéndolo a esta edad. Pero, déjeme decirle algo, Ana: ése es su derecho, hágalo valer. Pida insista, moleste hasta conseguirlo.
Y la abuela molestó.
Recuerdo que el director del geriátrico me llamó a su oficina para preguntarme:
-¿Qué le dijiste a la vieja?
-Nada -le dije haciéndome el desentendido-. ¿Por qué?

La cuestión fue que con la asistente social del hogar en el que estaba su esposo, nos propusimos encontrar un geriátrico mixto para que estuvieran junto. Corríamos contra el reloj y lo sabíamos. Tardamos cuatro meses en encontrar uno.
Sé que, dicho así, parece poco tiempo. Pero cuatro meses cuando alguien tiene más de noventa años, podía ser la diferencia entre la vida y la muerte. Además, ella estaba cada vez más deprimida y yo tenía mucho miedo de que no llegara.
Pero llegó.
Y el día en el que se iba de nuestro geriátrico fui muy temprano para saludarla, y en cuanto llegué, la cocinera me salió al cruce y me dijo:
- No sabes. Desde las seis de la mañana que la vieja está con la valija lista al lado de la puerta.
- Yo me reí.
Entonces fui a verla y le dije:
-Anita, se me va.
Y ella me miró emocionada y me respondió:
-Sí, doctor... Me vuelvo a vivir con mi viejito. -Y se echó en mis brazos llorando.
Yo la abracé muy fuerte.
-Ana -le dije- Nunca me voy a olvidar de usted.
Y, como habrán visto, no le mentí

Jamás me olvidé de ella, porque aprendí a quererla y respetarla por su lucha, por la valentía con la que defendió su deseo y porque, gracias a esa vieja atorranta, pude comprobar que todo lo que había estudiado y en lo que creía, era cierto; que es verdad que la sexualidad nos acompaña hasta el último de nuestros días y que se puede pelear por lo que se quiere aunque se deje la vida en el intento.
(...)


Lic. Gabriel Rolón
Encuentros (El lado B del amor)
Marzo de 2012.

9 de febrero de 2020

El problema son las viejas.

Las viejas de mierda y todas, llámese dueña chupa pija de almacén que tienen 58 o las ancianas infumables de 74 en las filas para un tramite en la Intendencia, también la de 26 que te pega en el bondi por que le tocaste el culo sin querer, por anticuada, si yo tengo un primo en Europa que me contó que es lo ultimo en la moda sueca saludarse con una nalgada. Aunque sí las peores son las mayores de 50, histéricas, las que quizás tengan menos fuerza –aunque no en todos los casos–. Tantas cosas se han dicho de esos seres que ya han vivido lo suficiente como para que todo les importe un pito, ¡pero no! se rehúsan a abandonar ese ahínco revolucionario que las amarra a pelear por cualquier pelotudez. Que si las ayudas, ellas pueden; que si no las ayudas, sos un pendejo irrespetuoso. ¿Respeto a qué? si no podes moverte no salgas de tu casa, ¿a los 20 podías cruzar la calle sola y ahora precisas un Boy Scout? ¡No, no te voy a dar mi asiento! No, yo quiero viajar sentado, para no terminar en tu estado calamitoso, respeta vos mi cansancio también. Y si vengo borracho, no me digas que conoces a mi madre. No me interesan las historias de tus nietos, no me importan tus plantas y no me sigas contando los mismos cuentos. No quiero que me pellizques los cachetes para decirme que estoy más gordo, ni que me mires con desprecio por que no me afeite y tengo barba. Para mi la solución es ignorarlas como lo hacemos con los documentales horribles de la BBC que pasa Canal 5, que tienen la misma cantidad de años.