Son las cuatro de la mañana y esta es la segunda película que veo, de fondo suena el tercer disco que pongo y no escucho, en mi mano derecha el cuarto café que me preparo y en la otra el quinto cigarro que fumo.Ya era el sexto dibujo que hacía como quién está aburrido hablando por teléfono. Éste es el séptimo párrafo que escribo y borro. Es también el octavo verso que leo del libro que dejé abierto de la mesa de luz, entre tristezas también, el noveno pensamiento suicida.
La décima vez que marco y borro tu número.
Desde las dos de la mañana que ya no me queda ni una gota de vino, ni una gota de los dos litros que compré antes de llegar y que entré en la mochila. Pensaba trabajar toda la noche y que encontraran en mi computadora el final, terminar de escribir muy tarde y aprovechar la calma y el silencio del hotel. Creo que soy el único en todo el piso, incluso el único en todo el hotel. Lo que me puso un poco nervioso y me aburrió.
A las 6 de la tarde ese día ya no había luz, en ningún lado, según me enteré después en el super, era un apagón en la central. Yo aproveché la oscuridad y fue ahí cuando bajé a comprar el vino. La mitad de las luces de la ciudad estaban rotas o tintineaban a destiempo cuando prendieron, todas fuera de ritmo y sin ninguna armonía entre ellas, me molestaba sobremanera. Algunas eran amarillas pero otras eran entre azules y blancas, fuertes y claras.
Cuando llegué de vuelta con el vino abrí esa ventana de una vez por todas, y serví en los vasos que le pedí a Fabián en la recepción. No me había animado a salir al balcón todavía antes de eso, creo que tenía miedo a averiguar si tenía vértigo o no, nunca había estado tan alto en mi vida. Y ahora ya en el balcón estoy un poco decepcionado, quería sentir algo.
El sonido que se escucha de afuera era raro, conocía esas calles como conocía las notas de la primer canción que aprendí en la guitarra y, desde lo alto eran distintos. Parece otro lugar, ya no lo podía tocar.
Sobrevalorando la felicidad de antaño, recordaba las piedras que habré pateado alguna vez en esas mismas calles que ahora no reconozco, con la tele prendida para buscar compañía, muerdo con los ojos el televisor y empiezo a pensar qué haría después del silencio. Capaz mi miedo al silencio era algo pasajero e iba a poder salir caminando de ese mugroso hotel. No lo sé.
Dormía entre cigarro y cigarro, entre publicidad y publicidad, entre vaso y vaso de vino, pero se hizo tan tarde que ya no quería ver ni la tele, ni la hora, ni la ciudad, ni mi cara. Lo único que quería era bajar; muy rápido. Quizá más rápido de lo que debería.
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