7 de mayo de 2019

Aire Rico Vol. 6: Aquí o Allá.

Odio a mi familia pero hoy era una escapatoria, extrañaba escribir, un poco lo precisaba y La Paloma siempre me había dado paz.
Mi abuela vivía en una casa de campo casi en Costa Azul, cerca de la playa, con el baño afuera, una cocina a queroseno y el techo de chapa. La vista a la playa después de mear me daba paz. Pensaba mientras caminaba por las piedras llegando a su casa si no me había olvidado la libreta negra y el pendrive, hasta que llegó mi abuela al portón con una sonrisa enorme, y en cuanto entré se largó a llorar, a abrazarme y darme el cariño que no sentía en años, todo junto, con olor a meo y un mate dulce bien caliente y dulce, muy dulce, como sus besos entre lagrimas.

No quería perder tiempo, dejé la mochila ahí al lado del muro, saludé a las perras y me senté a aceptar un mate obligado que no era tan feo como lo sentía ese niño de 1994 que andaba por su casa los domingos cuando estaban todos en Montevideo, yo era rubio y mi abuelo vivía.
Pasé toda la mañana hablando con mi abuela y como toda vieja nombraba a todos mis primos antes que a mi, si es que llegaba a hacerlo, pero no importaba, lo que importaba era darle sentido a esas anécdotas que no entendía cuando era chico y que ahora ella contaba sin mucho sentido. Algo dijo en un momento, no recuerdo qué, pero me empecé a reír tanto que había valido la pena todo el viaje.

Para el mediodía yo estaba instalado, con un colchón en el piso y un alargue, en el cuarto que era de mi abuelo de joven, que después fue de mi tío y después fue de toda la gente que alquiló la casa, que iba los veranos y dejaba mierda en las paredes, botellas rotas, comida vieja y toallas mojadas, comida mojada, botellas viejas y toallas rotas.
Me sentía raro, con culpa por ser feliz, no era joven ni valiente para ser fuerte, estaba cansado, tapado con un acolchado pensando. Esperando el milagro, que pasó y fue la voz de mi tío, diciendo que ya estaba el almuerzo.
Comí apurado y me fui con una libreta a la playa estuve un rato largo juntando porquerías de mar que dos pasos después tiraba con toda mi ira al agua de nuevo. No es triste, ya no existe su lugar. Era el mar o no, era la tierra muerta.
Recostado contra una piedra escribiendo me llamó mi tío al celular, que volviera urgente, que él tenía que llevar a mi abuela al médico, que se había desmallado y no sabía que pasaba.

Mi tormenta personal me arrastraba y mojaba a todos a mi al rededor.

Llamé a mi madre de camino al hospital en un taxi que demoró tanto que hubiera llegado más rapido caminando. Le conté lo que pasó y también que estaba ahí. Hacía meses no hablábamos, ella me tranquilizó, sabíamos que era grande, y capaz era la alegría de verme. ¿Cómo la alegría también nos puede herir?
Mi tormenta me sigue, aquí o allá.

Hay algo más fuerte que la muerte. Días después me fui, no había sido nada pero ese no era mi lugar, me sentía sin hogar, la mañana del miércoles arranqué a la terminal pateando al alba, volviendo a Montevideo, afrontando todo de nuevo, pero pensando qué vale la pena.

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